Eróstrato, la destrucción del templo de Artemisa y la fama a cualquier precio
- Ex Oriente Lux
- 18 ene 2021
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En el año 356 a. C., el gran Templo de Artemisa, orgullo de la ciudad jonia de Éfeso, fue pasto de las llamas ante el estupor y la impotencia de cuantos lo veneraban. El fuego iluminó el cielo nocturno hasta que se extinguió entre las ruinas del recinto sagrado. Tan memorable infortunio no fue consecuencia de un desastre natural ni de uno de los innumerables conflictos bélicos que solían asolar el mundo antiguo. Su perpetrador fue un solo hombre, un humilde pastor llamado Eróstrato, cuya infamia sería su mejor aval para ganarse un puesto en la posteridad.

Artemisa era la divinidad protectora de Éfeso, una próspera urbe de Asia Menor localizada junto a la desembocadura del Meandro, a orillas del Mar Egeo. De acuerdo con el mito, la fundación de la ciudad había sido obra de las amazonas, el legendario pueblo de mujeres guerreras. El culto a la diosa se hundía en los remotos orígenes de este enclave, que desde tiempos inmemoriales contó con un templo consagrado a esta figura femenina como deidad primordial. Sin embargo, no fue sino a comienzos del siglo VI a. C. cuando el rey Creso de Lidia promovió la construcción del Artemision, financiado mediante suscripción pública con el dinero donado por los propios efesios. Pero su proverbial magnificencia no fue un impedimento para la futura destrucción que sufriría.
Apenas se conservan datos sobre la vida de Eróstrato, con la excepción de sus agónicas horas finales. Un simple pastor anónimo con ganas de escribir su nombre en los libros de Historia. Pero a diferencia de otras grandes figuras históricas de la Antigua Grecia, no fue ni un intelectual de renombre, como Platón o Aristóteles, ni un político y militar como Pericles, ni un reputado comerciante. Si hoy día sabemos que durante el mundo Helénico del siglo IV a. C. existió un hombre concreto llamado Eróstrato es porque él quiso que se le recordase durante milenios. Para pasar a la historia, Eróstrato decidió quemar uno de los monumentos más bellos del Mediterráneo: el templo de Artemisa de Éfeso, una de las siete maravillas del mundo. Poco después del incendio, Eróstrato fue arrestado y sometido a tormento. Entre insoportables dolores, confesó haber cometido su crimen con el único propósito de obtener fama imperecedera, quién sabe si oprimido por el abrumador peso de su insignificancia. Tras su ejecución, los efesios, no contentos con la muerte del profanador, emitieron un decreto extraordinario por el que se prohibió mencionar su nombre en lo que constituyó un vano intento por que su recuerdo quedara proscrito. A pesar de que al conocerse las motivaciones de este humilde pastor quedó prohibida la mención o registro de su nombre para evitar que generaciones futuras supieran de su existencia, el resultado salta a la vista: Eróstrato quiso la fama a cualquier precio, y ni siquiera las amenazas más terroríficas evitaron que consiguiese su objetivo; lejos de frenar su popularidad, las prohibiciones alimentaron su leyenda. El primero en infringir esta norma fue el historiador Teopompo de Quíos, contemporáneo a los acontecimientos, que dejó constancia de lo sucedido sin omitir la identidad del incendiario.

Sin pretenderlo, Teopompo inauguró una fértil tradición de referencias eruditas que convirtió a Eróstrato en el arquetipo de quien persigue la notoriedad a cualquier precio. Autores clásicos como Estrabón, Valerio Máximo, Claudio Eliano, Solino o Luciano se hicieron eco del hecho nefasto y acreditaron con ello el nombre del culpable. El fenómeno por el cual una información prohibida se difunde justamente por la prohibición que se impone sobre esta es llamado efecto Streisand. El caso de Eróstrato encaja perfectamente en lo que siglos después de su vida y muerte se conoció con el apellido de la cantante, pero no es eso lo que llama más la atención de la historia del griego.
Lo que resulta fascinante es que, por un lado, alguien pueda llegar a orientar toda su vida hacia la obtención de la fama, por un lado, y que esta pueda llegar de un modo tan trágico como, en realidad, fácil: el único precio a pagar es la propia vida. La historia de este pastor griego nos dice mucho sobre una sociedad en la que la imagen lo es todo, una sociedad muy, pero que muy parecida en muchos aspectos a nuestra sociedad actual.
Pero no todos contravinieron el precepto de los efesios, sino que también los hubo que honraron la voluntad de los agraviados. Ni Cicerón ni Plutarco mencionan a Eróstrato en su relato del episodio, que vinculan con el nacimiento de Alejandro Magno en esa misma fecha. Según apunta Plutarco en su Vida de Alejandro:
«Nació, pues, Alejandro en el mes hecatombeón, al que los macedonios llaman loo, en el día sexto, el mismo en el que se abrasó el templo de Ártemis Efesia, lo que dio ocasión a Hegesias de Magnesia para usar un chiste que hubiera podido por su frialdad apagar aquel incendio, porque dijo que no era extraño haberse quemado el templo estando Ártemis ocupada en asistir al nacimiento de Alejandro.»
Éfeso procedió a la inmediata reconstrucción del mayor de sus tesoros arquitectónicos. Sus ciudadanos hicieron lo posible por que el nuevo templo superara en esplendor a su predecesor. Se cuenta que Alejandro, en su victorioso avance por los dominios del Imperio Aqueménida, se detuvo en Éfeso y, cautivado por la historia del edificio, se ofreció a contribuir a su reconstrucción, que recaería sobre su arquitecto personal, Dinócrates. Su singular belleza le valió un lugar entre las Siete Maravillas del Mundo Antiguo, así consignado por el poeta griego Antípatro en una de sus composiciones.
EL SÍNDROME DE ERÓSTRATO
Lamentablemente, en la actualidad se dan dos condiciones que hacen que la historia de Eróstrato pueda repetirse muchas veces, dándose así el síndrome de Eróstrato. Por un lado, la globalización hace que la distancia entre los ciudadanos anónimos y los famosos sea inmensa: impresiona pensar en la cantidad de gente que conoce a referentes como Shakespeare o, en los últimos años, Lady Gaga y similares. Por el otro, hay una gran cantidad de personas que viven en una apatía o en un grado de alienación que pueden propiciar la percepción del reconocimiento social como el objetivo máximo al que se puede aspirar.

En realidad, la sociedad del espectáculo, en la que es fácil obtener fama mediante actos rápidos, relativamente exentos de esfuerzo e impactantes hace que el síndrome de Eróstrato de fácilmente en la diana: la fama llega, si uno quiere.
Es posible crear fenómenos virales, actos que ocupan las portadas de muchas páginas web y diarios, y todo ello movido simplemente por el hecho que se ha querido estar ahí. Otras personas lo ven, observan cómo quien ha buscado la popularidad lo ha conseguido, y toman nota de ello. Esto, por otro lado, es un mecanismo que sirve tanto para los actos más o menos inocuos, como crear un vídeo gracioso, como para aquellos que causan dolor, como cierto tipo de atentados.
La misma sociedad que enseña que tener a atención de los demás es deseable, da las herramientas para que todos conozcan esa historia personal (o una versión deformada de esta, pero una historia propia, al fin y al cabo). Las redes sociales arden, los periódicos difunden todo tipo de información relacionadas, y hasta hay maneras de hacer que la leyenda pase de boca a oreja mediante el uso de teléfonos móviles o incluso transmisión en directo.

Está claro que no se puede controlar lo que los otros piensan de uno, pero hasta cierto punto sí se puede conseguir colarse en el torrente de pensamientos de los demás, irrumpir en las consciencias de otros aunque esos otros no lo hayan buscado. Es por eso que la historia de Eróstrato sigue siendo relevante hoy.
El nombre de Eróstrato incluso ha sobrevivido en las lenguas modernas:
De él se acuñó el término "erostratismo", que según el Diccionario de la lengua española significa: "Manía que lleva a cometer actos delictivos para conseguir renombre".
En alemán, Herostrat es un individuo en constante búsqueda de la fama.
El término inglés Herostratic fame ("fama erostrática"), del mismo modo se refiere a Eróstrato.
Pero la fama inmortal de Eróstrato no queda solamente ahí, puesto que a lo largo de la historia de la literatura universal ha servido como recurso literario en las obras de grandes escritores universales, como por ejemplo Miguel de Cervantes, en Don Quijote de la Mancha, capítulo VIII de la Segunda parte, escribe:
«También viene con esto lo que cuentan de aquel pastor, que puso fuego y abrasó el templo famoso de Diana, contado por una de las siete maravillas del mundo, sólo porque quedase vivo su nombre en los siglos venideros; y aunque se mandó que nadie le nombrase ni hiciese por palabra o por escrito mención de su nombre, porque no consiguiese el fin de su deseo, todavía se supo que se llamaba Eróstrato»
Antón Chéjov, en su cuento “Tolsty i tonki” (El gordo y el flaco), hace referencia a él con estas palabras:
«—Íbamos juntos a la escuela —repitió el flaco—. ¿Te acuerdas de cómo te hacían rabiar llamándote Eróstrato por haber quemado un libro oficial con un cigarrillo?...»
Julio Verne en su cuento corto "Un drama en los aires" hace referencia a Eróstrato. Al preguntarle su nombre, el personaje que sube de polizón e intenta derribar el globo donde se desarrolla la trama responde:
"Me llamo Eróstrato o Empédocles, como más le guste". Se refiere al primero como destructor de una maravilla (en este caso el globo) y al segundo como un suicida que busca una muerte digna de él.
BIBLIOGRAFÍA:
Valerio Máximo, Hechos y dichos memorables, 8. 14. 5
Pausanias, Descripción de Grecia 7.7 - 8.
Teopompo de Quíos: historia y retórica en el siglo IV a . C.
James Bowman, "De héroes a Eróstrato"
Geoffrey Chaucer, (1379-1380). "La Casa de la Fama
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