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El fenómeno astronómico que aterró a helenos y persas antes de la batalla de Gaugamela

  • Foto del escritor: Ex Oriente Lux
    Ex Oriente Lux
  • 1 may 2021
  • 6 Min. de lectura

Actualizado: 3 may 2021


Alejandro consultando al adivino Aristandro en la víspera de la batalla de Gaugamela, de André Castaigne (1898-1899)
Alejandro consultando al adivino Aristandro en la víspera de la batalla de Gaugamela, de André Castaigne (1898-1899)


20 de septiembre del 331 antes de nuestra era…la Luna llena brilla sobre las llanuras de Mesopotamia, en la actual Irak, como si quisiera observar lo que allí estaba a punto de suceder. Pero repentinamente, ante los supersticiosos y asustados ojos de decenas de miles de soldados su resplandor se fue apagando, aparentemente devorada por la oscuridad. ¿Una señal de los dioses? Un mal presagio que, ¿Acaso este evento indicaba la inminente derrota pese a la genialidad y carisma del joven general que los dirigía?


Aquellos hombres llegaban desde la Grecia continental, el joven general que los dirigía pasaría a la historia como Alejandro Magno y el épico enfrentamiento se conocería como la batalla de Gaugamela, cerca de la actual Mosul, en territorio de la antigua Asiria, la historia del mundo occidental cambiaría para siempre. Y los astros parecieron no querer perderse ese momento culminante.


Era el final de un camino iniciado 2 años antes, cuando Alejandro, con un ejército de unos 40.000 hombres, desembarcó en Asia menor, y que victoria tras victoria le había llevado hasta el corazón mismo de un imperio Persa que bien podría considerarse un Imperio mundial, pues sus fronteras se extendían desde el Egeo y el Mediterráneo Oriental hasta la India. Comparado con este inmenso estado multinacional Macedonia, que había pasado de ser una tierra atrasada y dividida a potencia militar hegemónica del mundo Heleno hacía pocos años de la mano de Filipo, padre de Alejandro, parecía una pequeña amenaza sin importancia, un mosquito que atacaba a un elefante, nada que la fuerza militar o el oro no pudieran desactivar. Y por ello no dieron inicialmente mucha importancia a la invasión. No entendieron hasta mucho después la determinación ni el genio que impulsaba a ese joven que los comandaba. Un error que pagarían caro. Alejandro derrotó a un ejército de sátrapas persas de las provincias de Asia Menor en la batalla del Gránico, tomando Sardes, Éfeso, Mileto y Halicarnaso. Volvió a derrotar a los persas en batalla, esta vez comandados por su rey, Darío III, en la batalla de Issos y en dirección sur conquistó las ciudades fenicias y entró triunfante en Egipto. Tras unos meses reorganizando la situación, Alejandro volvió sobre sus pasos hasta el Éufrates. Su plan era marchar a lo largo del Éufrates hasta Babilonia, la ciudad más rica del mundo y la capital cultural del antiguo Cercano Oriente. Sin embargo, cuando los hombres de Alejandro estaban cruzando el Éufrates, un ejército persa se acercó desde el sureste. Su presencia cambió por completo la situación: por supuesto, Alejandro podría atacar al ejército persa, pero costaría la vida a muchos hombres y la batalla nunca sería decisiva, porque el rey Darío no estaba presente allí. Además, si su ejército continuaba a lo largo del Éufrates, sin duda atravesaría un país que había sido despojado de cosechas, pastos y otras mercancías. Por lo tanto, Alejandro evitó la batalla y marchó hacia el norte, en dirección a Harran y Edessa, donde su ejército podía encontrar comida, aunque ningún griego había ido allí antes. Moverse directamente hacia el este era imposible, porque era un desierto. Los espías le dijeron al alto mando macedonio que Darío había reunido un ejército enorme y esperaba a los invasores en las llanuras de Asiria. La suerte estaba echada.

La batalla de Gaugamela iba a ser la batalla de Darío. Había elegido el terreno. El campo de batalla había sido nivelado para crear espacio para sus 200 carros con guadañas; Se habían colocado estacas, picos y lanzas a ambos lados de la llanura e impedirían que la caballería de Alejandro cercara al ejército persa. En Arbela (actual Erbil), Darío tenía una excelente base de suministros. Había tendido una trampa y si fallaba, era su propia responsabilidad, a menos que sus propios hombres lo traicionaran.

Así, a finales de septiembre de 331 antes de nuestra era, en las llanuras de Mesopotamia, Darío, reunió todas las tropas que podía movilizar para detener de una vez para siempre a ese “joven arrogante”…lejos estaba el imperio de la capacidad que había tenido durante las etapas de máximo esplendor bajo el reinado de Darío y Jerjes, pero aún era lo suficientemente sólido para resultar un enemigo temible, en especial tras haber logrado reunificarse tras décadas de división y caos. Y que, inesperadamente, tuvo una ayuda “celestial”: Un eclipse de Luna.

Once días antes de la batalla ante la mirada de miles de soldados asiáticos y griegos, la Luna se escondió. De forma repentina el campamento se sumió en la más profunda oscuridad. Lejos de maravillarse y disfrutar por este acontecimiento astronómico, los efectivos humanos de ambos ejércitos lo interpretaron como un signo de mal augurio presintiendo una inminente derrota. Para empeorar aún más el presagio, Saturno estaba cerca: este era uno de los peores signos posibles.

Desde los inicios de los tiempos la luna y sus eclipses han causado un enorme interés en los hombres, que han observado entre perplejos y atemorizados como nuestro satélite desaparecía de forma repentina. Ante una falta de explicación científica este tipo de acontecimientos se asociaron a mensajes divinos. En una era de mitos y dioses, de presagios y señales, todo acontecimiento escondía un significado, un mensaje de los dioses que se debía interpretar…y, evidentemente, un fenómeno astronómico de tal magnitud no podría ser otra cosa que una advertencia de lo que estaba por ocurrir.

Además, este eclipse sucedió en el sexto mes, lo cual fue malo para el rey de Persia; el viento del oeste sugirió que su fin vendría debido a un intruso del oeste. Un caldeo (es decir, un astrónomo en Babilonia) escribió que durante el eclipse, "ocurrieron muertes y plagas". Todos entendieron que esto significaba el eclipse de una potencia oriental, especialmente porque los magos consideraban a la luna como el símbolo de Persia.

Por todos es bien sabido los avanzados conocimientos que tenían los mesopotámicos y persas en relación a eclipses lunares y solares. Para ellos los astros estaban en relación directa con los dioses, y conocerlos, determinaba la vida sobre la tierra, pudiendo ser una forma de evitar las catástrofes. Este era el “talón de Aquiles” de mesopotámicos y persas, el intentar buscar un origen divino para fenómenos estelares como el eclipse. En cambio, los griegos ya habían empezado a interpretar esta clase de fenómenos buscando explicaciones meramente científicas. Un pequeño detalle que marcaría la diferencia.

Pero también los griegos sintieron temor por el eclipse, para los soldados helenos eso fue interpretado como un mal presagio, llenando de temor a unas tropas que tenían ante sí un enfrentamiento que se preveía terrible y de desenlace incierto. Si bien había griegos cultos que conocían las causas naturales para entender el porqué de los eclipses, la mayor parte de los griegos las desconocían, cayendo en las explicaciones de tinte divino y supersticioso. El efecto en la moral sin duda debió de ser notable. La soldadesca interpretó que la Luna Negra simbolizaba el advenimiento del caos frente al orden celeste, por lo que hubo una marcada reticencia a continuar. Este gesto estuvo a punto de dar al traste con los planes expansionistas de Alejandro Magno.


Simulación informática que permite asistir al eclipse de Luna 331 a. C. que precedió a la batalla. Gracias a este evento astronómico se puede datar con exactitud este acontecimiento histórico.
Simulación informática que permite asistir al eclipse de Luna 331 a. C. que precedió a la batalla. Gracias a este evento astronómico se puede datar con exactitud este acontecimiento histórico.

Pero Alejandro no ha pasado a la historia como el mayor estratega y general de todos los tiempos por dejarse llevar por las dudas y los miedos, sino por ser alguien cuya determinación rozaba lo sobrenatural, y estaba claro que no dejaría que los caprichosos cielos le privaran de la victoria. Probablemente Alejandro conocía perfectamente las causas naturales de un eclipse lunar gracias a su maestro Aristóteles, quien bien le instruyó de joven en un amplio abanico de conocimientos. Así que hábilmente y con sangre fría el que fue discípulo de Aristóteles, junto con la ayuda de los adivinos que acompañaban al ejército, en especial Aristandro, consiguió dar una interpretación completamente opuesta, señalando que lejos de ser un mal presagio era una señal de su inminente victoria, y sus soldados afrontaron la batalla con una fe que el eclipse podría haber destruido pero que acabó por hacerla aún más fuerte. Afortunadamente para los helenos, Alejandro consiguió hacerles cambiar de idea al hacer una lectura muy diferente del fenómeno lunar: el mensaje divino se debía traducir como que el sol –símbolo macedónico- iba a eclipsar a la luna –símbolo de los persas-.


A pesar de todo, y este es un buen ejemplo de como la superstición pesa mucho en el mundo antiguo, Alejandro no debía de tenerlas todas consigo porque convocó en su tienda a su adivino personal, Aristandro, al que le pidió que hiciera un sacrificio al dios Fobos -el dios del temor y el horror-. El augur inspeccionó las entrañas de los animales sacrificados y aseguró a Alejandro que la fortuna estaba de su lado y conseguiría la victoria.


El resto ya es historia…Alejandro, a pesar de la gran desventaja numérica, de luchar en un terreno especialmente propicio para los Persas, pues su mayor arma era la caballería, y de que hubo momentos críticos que podrían haber cambiado todo, logró, con su genio táctico, su carisma, la valentía que mostraba encabezando personalmente los ataques dando ejemplo a los demás y la profesionalidad y dureza del ejército que heredó de su padre, ganar la batalla. El destino del mundo cambió ese día por la determinación de un general y rey de apenas 25 años al que nada ni nadie, ni en la tierra ni en el firmamento, pudo detener.


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