Los tontos de Alejandro: la obsesión arqueológica por encontrar la tumba de Alejandro Magno
- Ex Oriente Lux
- 17 abr 2021
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Los tontos de Alejandro es el nombre peyorativo que usan los estudiosos para describir a cualquiera que haya perdido el tiempo buscando un tesoro enterrado en Alejandría, Egipto. Se dice que en Alejandría todo el mundo tiene una teoría sobre Alejandro Magno y la ubicación de su ataúd. En la mayoría de las partes del mundo, la gente compra billetes de lotería. En Alejandría, compran palas.
Cientos de arqueólogos, aventureros, aficionados, charlatanes, fanáticos, visionarios y saqueadores han buscado la tumba de Alejandro Magno, el legendario soma, cuyo paradero exacto es uno de los grandes misterios de la historia. Entre los que han rastreado infructuosamente el sepulcro del gran macedonio figuran desde el mismísimo Schliemann, descubridor de Troya, que creía que se encontraba bajo la mezquita de Nabi Daniel aunque nunca consiguió el permiso de las autoridades para acceder a ella, hasta el inclasificable Stelios Komoutsos.
El más famoso de estos saqueadores de tumbas es sin duda Stelios Komoutsos, un camarero del Elite, un café de Alejandría, que en 1956 emprendió una incansable y apasionada búsqueda de la tumba de Alejandro y la continuó obstinadamente a lo largo de casi toda su vida, como si fuera una novela. Su convencimiento se basaba en un libro que afirmaba haber heredado y que él llamaba El libro de Alejandro. Declaraba, gracias a este libro, estar en condiciones de identificar la tumba del soberano macedonio. La noticia llegó a los periódicos y tuvo tanta repercusión que las autoridades se vieron obligadas casi por la presión popular a concederle un par de veces permisos de excavación, que él financiaba con su trabajo y las propinas que le daban muchos clientes por simpatía, y que nunca condujeron a nada. En 1961, Komoutsos conoció finalmente en su café al profesor Peter Fraser, cuyo trabajo es todavía el mejor punto de partida para todo aquel que quiera adentrarse en los problemas de topografía de la antigua Alejandría, incluida la búsqueda del soma, y le mostró finalmente su tesoro, su Libro de Alejandro. Sentados en una mesilla estaban cara a cara la luminaria de Oxford y el camarero, el incansable buscador de la tumba tomándose a sorbos una taza de té. El gran estudioso esperaba poder disponer del libro y examinarlo con la debida atención y durante el tiempo necesario, pero Komoutsos era muy celoso de su tesoro y apenas se lo dejó hojear. No hizo falta mucho para que Fraser se diera cuenta de que el libro era una vulgar y burda falsificación, un batiburrillo de elementos incongruentes inspirados en inscripciones ya conocidas por los estudiosos, quizá incluso falsas, y en temas iconográficos muy mal imitados, y publicó un artículo8 en una revista científica para despejar el campo de toda duda sobre la autenticidad de la supuesta información. Pero también se dio cuenta de que Komoutsos no era un liante, sino más bien un ingenuo, y no le sentó bien desilusionar a un hombre que perseguía un sueño con tan absoluta pasión. De todas formas, Komoutsos no se rindió y continuó inasequible al desaliento su búsqueda tanto por las vías legales como por las clandestinas.

Algunos afirmaron haberla encontrado: Ambrose Schilizzi, dragomán del consulado ruso en Alejandría y guía en sus ratos libres, dejó el cautivador relato de cómo avizoró tras una puerta carcomida en los subterráneos de la mezquita de Nabi Daniel en Alejandría -una de las ubicaciones que se han señalado como probables- el cuerpo de un hombre sentado en un trono dentro de una urna de cristal: llevaba una corona de oro y lo rodeaban rollos de papiro… ¿Cómo no soñar con imagen semejante?: Alejandro, dormido intacto bajo la gran urbe de la antigüedad a la que dio su nombre, circundado de tesoros y de secretos.
Ambrose Schilizzi era un hombre claramente culto y su visión se basaba en que había leído las fuentes clásicas que hablaban sobre la tumba de Alejandro: como la de Estrabón, que habla de la vitrina de cristal, de Suetonio y la corona colocada por Augusto sobre la cabeza de la momia de Alejandro y de Dión Casio para el episodio de Septimio Severo que encerró todos los libros prohibidos y de magia dentro de la tumba de Alejandro. Hay que reconocer que el dragomán quiso al menos vender una historia culturalmente aceptable y casi creíble para quien hubiera leído las fuentes.
En la célebre expedición que Napoleón condujo en 1798, se descubrió un antiguo sarcófago vacío situado en una capilla en el patio de la mezquita Atarina en Alejandría. Los lugareños aseguraban, basándose en la creencia medieval de que el gigantesco sarcófago se había quedado limitado a una pequeña capilla, que se trataba de la tumba de Alejandro Magno. No obstante, los arqueólogos que acompañaban al «Gran corso» albergaba sus dudas y no fueron capaces de resolver el rompecabezas todavía vigente. En 1801, Edward Daniel Clarke llevó el sarcófago al Museo Británico de Londres y dio pie a que Champollion descifrara los jeroglíficos. Después de que los británicos transportaron el sarcófago a Inglaterra entre 1802 y 1803, la mezquita se deterioró rápidamente, y pocas décadas después había desaparecido. No en vano, el monumento contenía una pista, una inscripción que anunciaba que el sarcófago pertenecía al faraón Nectanebo (Nectanebo II, aclararon investigaciones posteriores).El asunto se cerró en falso sin sospechar, en ese momento, que Ptolomeo se había apoderado de la tumba de Nectanebo II (él huyó de Egipto cuando llegaron los macedonios y su tumba quedó vacía) para enterrar a Alejandro Magno. Distintos autores han insistido recientemente en que la respuesta al misterio está en esta mezquita de Atarina en Alejandría, concretamente en la costumbre de los Ptolomeos por reciclar elementos arquitectónicos de sus antecesores.

Pero esta no ha sido la única teoría, siendo que la mayor parte de los esfuerzos por encontrar la tumba o los restos del conquistador se han centrado en Alejandría. El egiptólogo italiano Evaristo Breccia lo buscó casi de forma desesperada en la zona de la mezquita de Nabi Daniel (a pocos metros de donde estuvo la de Atarina) y en Kom el Dick. Todo ello sin éxito. Como explica Valerio Massimo Manfredi en su libro «La tumba de Alejandro: El enigma», el sucesor de Breccia, el arqueólogo Achille Adriani, decidió cambiar la dirección de las búsquedas hacia el cementerio latino de Alejandría, en la zona sudeste de la península del Lochias. Tampoco él logró dar con la tecla. Fuera de la ciudad, otros estudios han buscado la tumba en el oasis de Siwa, el lugar donde Alejandro fue acogido por los sacerdotes egipcios como el hijo del dios Amón. Así como en la antigua Anfípolis, una importante ciudad del reino de Macedonia, a 100 kilómetros al este de Tesalónica, la segunda ciudad de Grecia. En este sentido, los arqueólogos anunciaron el año pasado que lo más probable es que una tumba de grandes dimensiones encontrada recientemente allí esté dedicada, en verdad, a Hefestión, el amigo más íntimo de Alejandro Magno. Pero más allá de saber dónde está la tumba, al menos cabe preguntarse qué fue de los restos tras la prohibición de Teodosio de adorar a símbolos paganos. En 2004, el historiador británico Andrew Chugg planteó una curiosa pero poco probable teoría en su libro «La tumba perdida de Alejandro Magno». En su opinión, la venerada tumba de San Marcos en Venecia podría contener no los restos del evangelista, sino nada menos que el cuerpo de Alejandro Magno. Sostiene este experto en el legendario rey de Macedonia que la confusión histórica sobre la suerte del cuerpo del mítico guerrero se explica porque el cadáver fue disfrazado de San Marcos para evitar su destrucción durante una insurrección cristiana. De esta forma, no fueron los restos de San Marcos (que algunas tradiciones dicen que fueron quemados) los que fueron robados por mercaderes venecianos unos cuatro siglos más tarde para devolverlos a su ciudad natal. Serían, en este caso, los restos de Alejandro Magno los que fueron llevados a Venecia.
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